En Colombia, la política ya no solo se debate en el Congreso ni en las plazas públicas. Hoy también se libra en TikTok, Instagram y X (antes Twitter), donde los influencers se han convertido en actores capaces de mover la opinión, moldear narrativas y hasta definir el rumbo de una elección.
Su poder radica en algo que los políticos tradicionales han perdido: la cercanía emocional con la gente. Mientras los discursos de los partidos suelen sonar técnicos y desconectados, los creadores de contenido saben hablarle al ciudadano común, usan su lenguaje y se presentan como “uno más”. Así, cada publicación se convierte en un acto de persuasión política disfrazado de entretenimiento.
El fenómeno no es menor. En las pasadas elecciones regionales, varios candidatos contrataron influencers para promocionar sus campañas o limpiar su imagen. En otros casos, fueron los propios influencers quienes se lanzaron al ruedo electoral, aprovechando su base de seguidores como una suerte de maquinaria digital. La política, en muchos sentidos, se ha vuelto un concurso de popularidad donde el algoritmo pesa tanto como las propuestas.
Pero este auge también plantea riesgos serios para la democracia. El primero es la desinformación. Muchos de estos líderes digitales, sin formación política ni compromiso ético, terminan difundiendo mensajes simplistas o falsos con enorme alcance. En segundos, un video viral puede destruir una reputación o instalar una mentira difícil de desmontar.
El segundo riesgo es la banalización del debate público. Cuando la política se mide en “likes” y “shares”, las ideas complejas pierden espacio. Lo que importa es quién grita más fuerte o quién logra el mejor clip de 30 segundos. El resultado: una ciudadanía más emocional que racional, más influenciada que informada.
Por supuesto, no todos los influencers son irresponsables. Algunos han asumido un rol valiente, usando su voz para promover participación, exigir transparencia o visibilizar causas sociales que los medios tradicionales ignoran. Ellos representan la cara positiva de esta nueva era: la posibilidad de democratizar la comunicación política y conectar a los jóvenes con los temas públicos.
La clave está en el equilibrio. La política necesita influenciadores con criterio, pero también ciudadanos críticos que no confundan carisma con liderazgo. Al final, los influencers no son el problema: el problema es que muchos colombianos prefieren creerle a un tiktoker antes que leer un programa de gobierno.
La pregunta es inevitable: ¿quién está realmente influyendo en quién —los influencers en la política, o la política en los influencers? Tal vez la respuesta determine el tipo de democracia que estamos construyendo.
