
En un mundo globalizado, donde las fronteras se difuminan para las mercancías, el capital y la información, paradójicamente, los seres humanos siguen enfrentando muros —físicos y simbólicos— que limitan su derecho a buscar una vida digna. Los inmigrantes colombianos, dispersos por el mundo en busca de oportunidades, son testigos y víctimas de esta contradicción. Más allá de cifras y estadísticas, sus historias están marcadas por el esfuerzo, la resiliencia y, lamentablemente, por el estigma y la discriminación.
El trato que reciben en muchos países revela una dolorosa verdad: la dignidad de los seres humanos sigue siendo una moneda de cambio en debates políticos, económicos y sociales. Se les reduce a estereotipos, se les criminaliza y se les culpa de problemas estructurales que nada tienen que ver con su presencia. ¿Acaso olvidar que detrás de cada pasaporte hay una historia, una familia, un sueño, no es una forma de deshumanización?
Colombia, un país de contrastes, ha sido testigo de cómo sus hijos e hijas parten por necesidad, no por elección. La violencia, la falta de oportunidades y la desigualdad son motores de una migración que busca, en otros territorios, aquello que se les ha negado en casa: seguridad, empleo digno y un futuro prometedor. Sin embargo, al llegar a esos destinos, la realidad golpea con fuerza. Se enfrentan a políticas migratorias restrictivas, xenofobia disfrazada de “protección nacional” y condiciones laborales precarias.
Lo que muchos olvidan —o prefieren ignorar— es que por décadas, la inmensa mayoría de los colombianos que han emigrado lo han hecho buscando nuevas oportunidades, sí, pero también con la firme intención de aportar al país que los recibe. Los colombianos en el exterior no solo envían remesas que sostienen economías enteras; también enriquecen la vida cultural, contribuyen con su trabajo, su creatividad y su espíritu emprendedor. Desde científicos que lideran investigaciones en universidades de renombre, hasta trabajadores que, con esfuerzo silencioso, sostienen sectores enteros de la economía en países lejanos, la diáspora colombiana es sinónimo de resiliencia y aporte, no de carga ni de conflicto.
Ante este panorama, la diplomacia juega un papel fundamental. Los Estados tienen la responsabilidad de agotar todas las vías diplomáticas para garantizar que sus ciudadanos en el exterior sean tratados con respeto y dignidad. Sin embargo, es inaceptable que esa diplomacia implique ceder en lo que jamás debería ser negociable: la dignidad de las personas. Las relaciones entre naciones deben basarse en el respeto mutuo, tanto en las dinámicas económicas como en las migratorias. No puede haber cooperación comercial mientras se vulneran los derechos de los migrantes; no puede haber tratados bilaterales si una de las partes acepta que sus ciudadanos sean tratados como ciudadanos de segunda clase.
El respeto entre naciones no puede ser selectivo. Así como se exigen garantías para la inversión extranjera, se deben exigir garantías para la vida y la integridad de los compatriotas en el exterior. La dignidad de los inmigrantes colombianos no puede depender de la buena voluntad de gobiernos ajenos ni de los vaivenes políticos. Es un principio inalienable que debe ser defendido con firmeza, sin tibiezas ni concesiones.
El discurso mediático tampoco ayuda. Se enfatizan los casos negativos, alimentando prejuicios y fomentando el rechazo. Pocas veces se cuenta la historia del colombiano que trabaja de sol a sol, que contribuye a la economía del país receptor, que enriquece la cultura local con su talento y su calidez humana. Se olvida que los migrantes no son una carga; son agentes de cambio, de progreso, de diversidad.
Es urgente recordar que la dignidad humana no se negocia. No está sujeta a la legalidad de un estatus migratorio ni al capricho de políticas cambiantes. La Declaración Universal de los Derechos Humanos lo establece claramente: todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos. Esta premisa debería ser el punto de partida para cualquier discusión sobre migración.
Los Estados tienen la responsabilidad de proteger, no de perseguir. Las sociedades tienen el deber de acoger, no de excluir. Y nosotros, como individuos, debemos elegir la empatía sobre el prejuicio, la solidaridad sobre la indiferencia. Porque al final del día, todos somos migrantes de una forma u otra: de territorios, de circunstancias, de historias.
Que nunca se nos olvide: la dignidad de los seres humanos no se negocia. Se respeta. Se defiende. Se honra. Y, sobre todo, se exige en cada espacio donde un colombiano, o cualquier ser humano, esté construyendo su vida lejos de casa.
Por MIGUEL HERNANDO MORENO ARCINIEGAS
ABOGADO