
Vivir en diferentes países, conocer otras calles y otras culturas es mi trabajado hace muchos años, pero escuchar el Bunde en algún rincón del mundo siempre hace que mis ojos se agüen y todo mi cuerpo se trasporte a mi tierra.
Si tomo un avión desde la fría Bogotá, en solo 20 minutos ya puedo divisar los hermosos diferentes colores que dan los tapetes de los sembrados de Arroz y sus perfectas verdes montanas. No puedo esperar a que abran la puerta del avión para sentir el aire tibio que para mi, sigue siendo perfecto aunque algunas veces me derrita.
Pero si llego por tierra y paso por la variante del Espinal en la mitad de el túnel de arboles que naturalmente se formó, es siempre una señal que estoy tan solo algunos minutos más de poder abrazar a mi mama.
Ver nuevamente montanas y sentir el tibio clima me llena el corazón de hogar.
Entrar por mirolindo, ver con los mismos colores del carnaval , las mismas sillas y mismas ganas, mi lugar favorito para comer pollo. No existe para mi estrella Michelin en el mundo entero, que me remplace ese gusto aprendido por ese sabor, que lo repito cada que estoy de visita.
Si tomo un taxi , a los 10 mnts ya me ha contado su vida completa el señor conductor, me ayuda a bajar mis maletas y las vecinas que te vieron crecer se asoman y saludan con una sonrisa felicitando a mi mamá por que le llego la visita. Una empatía mezclada con calidez que se extraña y que se valora cuando vives lejos de tu tierra.
Si llego cayendo la tarde de un domingo, no hay campos elíseos en París, no hay Ocean Drive en Miami, ni las Ramblas en Barcelona que me den esa sensación de hogar que me da, caminar por el centro sobre la calle Tercera, esa para mí, es una sensación de tierra firme.
Ojalá mi visita por agenda y “coincidencias de la vida” sea en Junio, justo en las fiestas folclóricas, ver los bailes, las bellas faldas moviéndose al ritmo del contrabandista (baile, que mi pésima motricidad nunca logro coordinar) las carrozas, el día del tamal, la gente en la calle sonriendo y ofreciendo un “aguardientico”, que para ser honesta en mi adolescencia llegue a mi tope entre “mi cuate y la pantera” por consiguiente jamás pude volver a probarlo.
La majestuosa catedral iluminada es un símbolo para mí. Poder escuchar sus campanas entrar y agradecer por estar nuevamente allí, con el mismo olor y con colores de siempre. Caminar por la plaza de bolívar y subir por las calles de la Pola, donde jugaba hasta muy tarde en la cuadra con mis amigos, me hace recordar que mi infancia fue estupenda gracias a crecer en una ciudad pequeña o en un pueblo pequeño, que para mi no fue, ni es un infierno grande, para mi siempre será mi querido Ibagué.
Aunque sé, que no todo es color de rosa, siempre he pensado que las palabras y los pensamientos tienen el poder de trasformar, lo que tenemos por mejorar se vé, pero las cosas pequeñas bonitas se olvidan y hoy los invito a recordar lo divertido, lo cálido y sobre todo lo que te abrazó el alma alguna vez.
La sensación de pertenecer, de soltar las maletas y disfrutar del lo verdaderamente importante es un regalo de vida que me lo permito cada que estoy en Ibagué, nunca he olvidado de donde vengo, de donde soy y sobe todo a donde es que siempre quiero regresar.