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Anatomía de la Persecución Política: El Acoso Psicológico en la Juventud

Por: Dahian García Covaleda

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Cuando alguien asume una credencial política, las expectativas son claras: representar a quienes confiaron en ti, gestionar proyectos de impacto, cumplir promesas y, sobre todo, trabajar por el bien común. Sin embargo, lo que nadie advierte, y para lo que pocos están preparados, es el acoso político: una de las formas más devastadoras de violencia en los espacios públicos.

El acoso político no se limita a ataques visibles o directos. Es una estrategia sistemática, muchas veces invisible, que busca deslegitimar, humillar y someter a quienes representan una amenaza al poder establecido. A través de denuncias falsas, amonestaciones sin fundamento o una campaña de desprestigio constante, el objetivo es claro: anular emocional y políticamente a la víctima. Este tipo de violencia no solo hiere al individuo, sino que perpetúa una cultura de exclusión que ahoga la participación democrática.

En espacios como los consejos de juventud, el acoso adquiere una dimensión especialmente perniciosa. Allí, donde se combinan ideales de cambio con una limitada experiencia en la gestión de conflictos, los ataques no solo buscan eliminar competidores, sino también erosionar la autoestima y las ganas de participar. La madurez emocional, que suele forjarse en la adversidad, aún está en construcción para muchos de estos jóvenes, lo que los hace más vulnerables al daño psicológico.

En Ibagué, el Panóptico —un edificio diseñado para vigilar y controlar— se convierte en una metáfora inquietante. Michel Foucault describió este tipo de vigilancia como una forma de dominación que no solo castiga, sino que normaliza la sumisión. En el acoso político, la dinámica es similar: la constante observación, las críticas y las agresiones sutiles buscan no solo controlar, sino también imponer una narrativa donde la resistencia se vuelva impensable.

Recuerdo un caso particular: un joven consejero cuya estrategia de control se basaba en la humillación y la intimidación. Sus tácticas no solo afectaron a quienes lo rodeaban, sino que demostraron cuán lejos puede llegar alguien para mantener el poder. Entre sus víctimas estaban dos compañeros —uno aún en secundaria y otro universitario—, a quienes sometió a denuncias infundadas, burlas públicas y presiones constantes. El objetivo era claro: quebrar su espíritu y expulsarlos del espacio político.

El acoso no solo desgasta emocionalmente; también redefine la participación política como un espacio de sufrimiento. Para muchos jóvenes, lo que comienza como un sueño de cambio termina siendo un terreno hostil, marcado por la humillación y el desgaste. No es de extrañar, entonces, que tantos decidan abandonar la política antes de siquiera empezar a transformar su entorno.

Resistir para transformar

A pesar de todo, hay quienes resisten. En medio del acoso, encuentran en su círculo de apoyo la fortaleza para seguir adelante. Estas personas, lejos de sucumbir al control y la intimidación, se aferran a sus valores y a su convicción de que la política puede ser distinta. Para ellos, el desafío no solo está en resistir, sino en transformar las reglas del juego.

Como bien dijo Foucault: “La dominación no se ejerce solo a través de la violencia; se ejerce a través de la normalización”. Si permitimos que el acoso político sea la norma, perpetuamos un sistema donde el poder se sostiene sobre el miedo y la exclusión. La verdadera resistencia está en rechazar estas prácticas, en construir una política donde prevalezcan la ética, la justicia y el respeto por la diversidad de ideas.

La persecución política no debería ser el costo de la participación. Si queremos una democracia auténtica, debemos empezar por erradicar estas dinámicas y garantizar que, en lugar de desilusionar, los espacios políticos inspiren a las nuevas generaciones a liderar con integridad.

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