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En la universidad pública no estudia la hija de la alcaldesa: una reflexión sobre la justicia social y la hipocresía de la resistencia

Por: Dahian García Covaleda

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En cada rincón de la universidad pública, la lucha por la justicia social y la igualdad se ha convertido en un eco constante, resonando en las voces de aquellos que consideran que el conocimiento debería ser un derecho accesible para todos, y no un privilegio de unos pocos. Pero, cuando nos detenemos a analizar los actos de resistencia, las protestas y los llamados a la revolución que se han transformado en una tradición dentro de las universidades públicas, nos enfrentamos a una paradoja: en nombre de la justicia, se destruye lo poco que tenemos.

La reciente acción de los encapuchados, que arrasaron con torniquetes y otros elementos de la infraestructura de la universidad, nos invita a una reflexión más profunda. ¿Realmente estamos defendiendo el derecho a la educación pública o estamos siendo manipulados, llevados por la corriente de un discurso vacío que, en el fondo, termina perjudicando a quienes más necesitan de esta universidad? Porque, en realidad, no son los hijos de las élites quienes estudian en la universidad pública. En las aulas de nuestras universidades están los hijos de los obreros, de las familias humildes, que luchan día a día por un futuro mejor. Sin embargo, la imagen de resistencia que se ha ido construyendo parece no considerar este hecho.

Cuando se destruye la infraestructura universitaria, no se está golpeando a la élite ni a los poderosos, sino a los mismos estudiantes que claman por mejores condiciones de vida. ¿Cómo se justifica esta paradoja? ¿Acaso la lucha por la justicia social debería implicar la destrucción de lo poco que los estudiantes tienen para poder acceder a una educación digna? Es aquí donde surge una de las principales críticas: la resistencia que se crea en nombre de los más vulnerables se convierte en un acto de hipocresía social. En vez de luchar por el acceso al conocimiento y la igualdad, se termina destruyendo el único espacio que puede ofrecer una oportunidad de cambio. Si el símbolo de resistencia se reduce a destruir lo que nos pertenece, ¿realmente estamos transformando la sociedad o estamos cayendo en una espiral de autodestrucción?

La falta de un pensamiento crítico claro en estas acciones nos lleva a cuestionar la verdadera naturaleza de estas protestas. Dañar los torniquetes o destruir el mobiliario universitario no es, como algunos quisieran hacernos creer, un acto de rebeldía que desafía a un sistema injusto. No, es simplemente una excusa para pelear, para canalizar frustraciones que, en muchos casos, son más profundas. Las conversaciones que escucho a diario en los pasillos de mi universidad no son acerca de la lucha por el acceso a la educación, sino de temas más complejos y oscuros, como el microtráfico de sustancias psicoactivas, un fenómeno que corroe las bases mismas de nuestra comunidad universitaria. ¿Qué tiene que ver eso con la lucha por los derechos colectivos? ¿Acaso ese es el verdadero objetivo de los «actos de resistencia»?

Como mujer joven, estudiante de la universidad pública, no puedo evitar sentirme frustrada por la irracionalidad de los métodos utilizados por algunos sectores de nuestra comunidad. Las vías de hecho, esas que destruyen la infraestructura, no son el camino para hacer valer nuestros derechos. La universidad pública ya tiene suficientes desafíos, y lo último que necesitamos es que se nos arrebaten los recursos para poder estudiar y disfrutarla. ¿Cómo podemos hablar de cambiar la sociedad si ni siquiera somos capaces de proteger lo que tenemos?

Los encapuchados, que se erigen como representantes de una lucha que no comparten todos los estudiantes, nos imponen un discurso de “cambio” y “justicia” que no consulta ni refleja la voluntad de la mayoría. ¿Por qué destruir la universidad en nombre de la lucha social, cuando muchos de nosotros necesitamos esa misma universidad para tener un futuro distinto? La lógica de la destrucción como una herramienta de resistencia se está convirtiendo en un argumento vacío, un intento de cambiar algo sin realmente modificar las estructuras que perpetúan las desigualdades. En este contexto, el llamado «Día del Estudiante Caído», lejos de ser una jornada de reflexión, se transforma en otro pretexto para justificar lo injustificable: la destrucción, el caos y la alienación de una lucha que no es representativa de todos.

Finalmente, mi opinión no es la única, pero refleja el sentir de muchos de nosotros, los estudiantes de a pie, que creemos que la resistencia no pasa por destruir lo que nos pertenece, sino por exigir que nuestras voces sean escuchadas de manera crítica y constructiva. Si de verdad queremos cambiar la sociedad, debemos comenzar por valorar lo que tenemos y usarlo de manera racional. La universidad pública no es el lugar para la destrucción, sino el espacio para la construcción de un futuro mejor.

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