
Estos días, mientras visito diversos municipios con el fin de crear listas para los consejos de juventud y fomentar la participación de los jóvenes, me he enfrentado a una realidad que, aunque conocida, no deja de sorprenderme. He comprobado que la cultura política en muchas de nuestras localidades sigue siendo primitiva, y esto no es una exageración. En un contexto donde el ejercicio de la política debería estar marcado por el respeto al otro y la diversidad de pensamiento, encuentro que la libertad de expresión no se percibe como un derecho fundamental, sino más bien como una amenaza o una agresión hacia aquellos que piensan de manera diferente.
Lo que existe es una visión del poder en la que los políticos se perciben más como dueños de un recurso que como servidores del pueblo. En este escenario, el deber ser es algo completamente ajeno y lejano a la realidad cotidiana de muchos ciudadanos.
Esa mentalidad de que el Estado es un enemigo o una entidad ajena a nosotros, que alberga en su seno a un «nido de ratas», sigue siendo un lugar común en muchas conversaciones. Esta visión, que se agranda en las esferas locales, se refleja en la falta de fomento de la democracia y el diálogo. Las alcaldías que he encontrado en mi recorrido no parecen tener en cuenta la importancia de la participación, la opinión del otro y mucho menos la de los más jóvenes, quienes son los que más tienen que decir en el futuro de nuestros territorios.
Este panorama me invita a reflexionar sobre la necesidad de recrear el contrato social en nuestra sociedad, uno que no esté basado solo en la exclusividad de los poderosos o los académicos, sino que involucre a todos los actores sociales: a los jóvenes, a los grupos minoritarios, a los movimientos sociales, a los ciudadanos comunes. Es urgente que dejemos de lado la concepción de que la política es solo para aquellos que tienen el poder o el conocimiento «legítimo». Debemos recordar que, como lo señala Freeman en su teoría de los stakeholders en las empresas, los intereses de todos los involucrados deben ser tomados en cuenta para generar un pacto social justo y efectivo.
Si bien muchos filósofos políticos, como Hobbes y Rousseau, nos han dado herramientas para pensar en la relación entre el individuo y el Estado, la realidad de hoy nos muestra que las teorías clásicas no se ajustan completamente a los tiempos actuales. Hobbes, al pensar en los hombres en su estado natural, veía el egoísmo como la característica primaria de la naturaleza humana, algo que, de alguna manera, sigue estando presente en muchos de los actores políticos de nuestros días. El pesimismo antropológico de Hobbes parece no haber perdido vigencia en muchos de los funcionarios que hoy ejercen el poder en nuestros municipios.
Por otro lado, Rousseau, quien planteó que el ser humano en su estado primitivo es «super noble», nos presenta una visión más idealista de la naturaleza humana. Sin embargo, esta visión se aleja de la dura realidad que enfrentamos cuando observamos cómo el poder es constantemente malinterpretado y mal gestionado en muchas de nuestras instituciones.
A pesar de todo esto, sigo creyendo en la importancia de un pesimismo antropológico moderado, como lo plantea Schopenhauer. El ser humano es egoísta por naturaleza, pero también tiene la capacidad de cambiar y adaptarse. Si los alcaldes de los municipios del Tolima siguen pensando solo en sus propios intereses y no en el verdadero servicio a la comunidad, se estará perdiendo una oportunidad invaluable para la construcción de una sociedad más justa y equitativa. Esta es la razón por la cual creo que es urgente crear un nuevo contrato social, uno que no sea solo una construcción abstracta de filósofos, sino una práctica concreta en la que todos participemos activamente.
El contrato social que necesitamos debe trascender la idea de que el poder político es solo de unos pocos. Necesitamos un pacto social donde todos los ciudadanos sean parte activa de las decisiones que afectan a sus vidas. Este contrato debe basarse en principios de responsabilidad compartida, diálogo constructivo y compromiso con el bien común. Es vital que los jóvenes y los ciudadanos marginados encuentren su lugar en la conversación política, y que los actores públicos comprendan que su tarea no es solo gobernar, sino servir.
Es hora de dejar de ver a la política como un campo de lucha por el poder, y comenzar a verla como una herramienta para el bienestar colectivo. Para ello, debemos replantear la relación entre los ciudadanos y el Estado, reconociendo que el verdadero cambio solo ocurrirá cuando se fomente el sentido de comunidad y la responsabilidad compartida.
Este es el momento de cambiar nuestra perspectiva política y social. Si no lo hacemos, seguiremos atrapados en un círculo vicioso de desconfianza, desinterés y falta de acción. Es hora de creer en el poder de todos para transformar el futuro de nuestros municipios y, por ende, de nuestra nación.