
Ser mujer joven en política es difícil.
Ser una mujer joven en la política es un camino solitario y lleno de desafíos. Es un recorrido en el que, a menudo, nuestros esfuerzos deben duplicarse, no solo por las tareas que realizamos, sino por las expectativas y los juicios sociales que enfrentamos constantemente. Aunque hoy tengamos figuras como la gobernadora o la alcaldesa, la participación de las mujeres en estos espacios sigue siendo minimizada, no solo en términos de nuestras capacidades, sino a través de comentarios superficiales y misóginos. Se nos reduce a banalidades como nuestro aspecto físico, el maquillaje, la ropa que usamos, nuestra belleza o incluso si tenemos el período. Todos estos comentarios, disfrazados de “chistes”, son formas sutiles de desacreditar y minimizar nuestro papel en la política.
Es triste ver cómo una mujer, por el simple hecho de ejercer liderazgo, es tildada de grosera, mandona o incluso “bruja”. En cambio, cuando un hombre adopta esa misma postura, es considerado serio, respetable y valiente. Esta doble moral se hace presente todos los días, especialmente cuando las mujeres nos aventuramos en espacios históricamente dominados por hombres.
Recuerdo con claridad mi primera experiencia al formular un proyecto. Tenía la idea de sembrar árboles, todo el concepto estaba claro, pero me faltaba dar el paso final: llevarlo a cabo. Decidí compartir mi iniciativa con un joven líder de la Universidad de Ibagué y, en el imaginario colectivo, él se llevó todos los créditos. La gente asumió que todo había sido idea suya: la gestión, la formulación, incluso la participación de los profesionales. Él no tuvo que decir nada, solo participar, y la sociedad asumió que, por ser hombre, él era el líder del proyecto. En cambio, cuando yo intenté demostrar que la idea era mía y que él solo había sido un apoyo, las dudas recayeron sobre mi capacidad. Me vi obligada a probar con evidencia que yo había sido la principal impulsora del proyecto. Es increíble cómo, por el simple hecho de ser mujer, mi trabajo debía ser validado, mientras que a él no le preguntaban nada.
Mi lucha en la política no terminó allí. Cuando formé parte del Concejo Departamental de Juventud, expresé en una reunión que no permitiría que un hombre fuera presidente del cuerpo colegiado, ya que éramos mayoría de mujeres. Esa declaración generó una persecución política que tuvo que ser llevada al CAGID de la Universidad del Tolima por violencia de género, a la Fiscalía por violencia política y a la Secretaría de la Mujer Departamental. Fue increíble ver cómo fui hostigada, no solo por hombres, sino también por mujeres, quienes pensaban que era normal hacer bullying sobre el aspecto físico de una mujer para disminuir su voz política. Tiempo después, algunas de mis compañeras me pidieron disculpas y, curiosamente, incluso mujeres de ideologías políticas distintas a la mía comenzaron a protegerme y respaldarme. Se dieron cuenta de que los ataques que recibía no eran ideológicos, sino de género.
Una de las situaciones más dolorosas fue cuando, en mi primera alianza política, me acusaron de tener problemas personales con un compañero porque supuestamente me había “enamorado” de él. Alguien sugirió que yo estaba dolida y que todo se debía a una “tusa”, como si la discrepancia política tuviera que ver con un asunto sentimental. Lo cierto es que fui yo quien, en tres ocasiones, rechazó a esa persona por inmaduro. Sin embargo, mi decisión no tenía nada que ver con mis acuerdos políticos y, aun así, se trató como un tema personal, minimizando mi capacidad para tomar decisiones estratégicas.
En 2023, cuando se inició un proceso para expulsarme de mi espacio político, una mujer en quien había confiado mis denuncias y preocupaciones habló con mi partido y sugirió que no estaba en condiciones mentales para seguir en la organización. Esta mujer, que se decía feminista y defensora de los derechos humanos, afirmó que no era conveniente mantenerme allí, que lo mejor era que me pidieran la renuncia porque «no era bueno tener una loca en el espacio». Esta actitud no solo fue devastadora, sino profundamente hipócrita, viniendo de alguien que, en teoría, defendía a las mujeres.
Hoy me pregunto: ¿habría vivido todo esto si hubiera sido un hombre? ¿Habría recibido el mismo trato y las mismas críticas si mi género hubiera sido otro? La respuesta es clara: no. A las mujeres jóvenes nos exigen constantemente más. Sin embargo, la lucha sigue. Mientras sigamos aquí, nuestra voz seguirá siendo fundamental para cambiar el rumbo de nuestra sociedad. Y aunque el camino sea solitario y desafiante, es un camino que no estamos dispuestas a abandonar.