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Trabajar juntos… hasta que el ego nos separe

Por: Laura Cristina Devia Zambrano

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Hay una escena silenciosa pero recurrente en muchos entornos laborales y académicos y es ese momento en que la cooperación se quiebra y la tarea compartida se transforma en un campo de batalla invisible. Lo que comenzó como un proyecto conjunto termina siendo una competencia disfrazada de colaboración. Y uno se pregunta, con una mezcla de cansancio y desconcierto ¿en qué momento el trabajo en equipo dejó de ser un ideal posible?

No se trata solo de diferencias de opinión o de estilos. Es algo más profundo, más humano. Hay quienes entienden el trabajo colectivo como una oportunidad para brillar en conjunto y otros que lo interpretan como un escenario donde deben probar su superioridad. En ese punto, la inseguridad se disfraza de liderazgo, y el ego se cuela silencioso, alterando toda la dinámica del grupo.

Vivimos en una época en la que el reconocimiento parece valer más que el resultado. Las redes sociales, la cultura del “yo”, la urgencia por ser vistos y validados, han contagiado incluso los espacios donde debería reinar la cooperación. Ya no basta con hacer bien el trabajo; hay que asegurarse de que se note quién lo hizo. Así, lo que debería unirnos, nos fragmenta.

He tenido la oportunidad de trabajar con personas muy distintas algunas más comprometidas, otras con menos tiempo o energía, pero que sabían mantener el equilibrio. Cada quien aportaba desde su posibilidad. Sin embargo, últimamente he sentido algo distinto, algo más primitivo de la condición humana. La necesidad constante de demostrar quién dio más, quién sostuvo el proyecto, quién cargó con el peso invisible. Es una experiencia desgastante, porque anula lo más noble del trabajo en equipo, la confianza. Y sin confianza, no hay equipo posible.

Desde la psicología social, se sabe que todo grupo atraviesa por las siguientes etapas: conocerse, chocar, ajustarse y finalmente rendir en pro a un bien mayor. Pero a veces nos quedamos atascados en la etapa del conflicto, en esa etapa donde los egos pesan más que las ideas y esentonces donde el trabajo en “equipo” deja de medirse por resultados y empieza a medirse por comparaciones ¿quién habló más? ¿quién pareció más indispensable? ¿quién es merecedor y quien no?

Buscamos reconocimiento, pero olvidamos que el reconocimiento auténtico no se exige se gana con coherencia y respeto. Tal vez la verdadera madurez laboral no esté en ser el más visible, sino en saber cuándo dar un paso al costado para que el objetivo avance.

La ética profesional debería recordarnos que el trabajo no es una selva, aunque a veces lo parezca. Que competir no significa destruir y que cooperar no implica someterse. La verdadera fortaleza no está en demostrar quién dio más, sino en construir algo que sin el otro compañero simplemente no habría sido posible.

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