En los registros de la historia política colombiana, se consignan episodios que desgarran la percepción pública y dejan cicatrices indelebles en el tejido de la sociedad. Momentos que desvelan la vulnerabilidad de la integridad y la solemnidad de la promesa de servicio al pueblo. Hoy, nos hallamos al borde del precipicio de la incredulidad, presenciando un escándalo que sacude los cimientos del poder y siembra dudas sobre la legitimidad del actual gobierno.
Las explosivas declaraciones de Nicolás Petro, vástago del presidente, de quien el primer mandatario dijera: “Yo no lo crie” dejaron en evidencia lo que ya era un secreto a voces, que dinero no registrado habían ingresado a la campaña Petro Presidente, que personas cuestionables como el ex narco Samuel Santander Lopesierra conocido como el Hombre Marlboro, el mega contratista el Turco Hilsaca, quien es conocido por financiar campañas para luego poder ser pagado con jugosos contratos públicos, y que actualmente tiene un juicio por homicidio y concierto para delinquir, fueron fundamentales en el norte del país para el triunfo de Petro.
Es casi un hecho que la campaña del actual presidente ha sido financiada en las sombras, presuntamente por fuentes ilícitas, incluso vinculadas al oscuro mundo del narcotráfico. La nación, conmocionada y desgarrada, se enfrenta a un escándalo político que rivaliza en magnitud con el notorio proceso 8000, que puso contra las cuerdas al expresidente Ernesto Samper y que hoy pone en ese mismo lugar a Gustavo Petro.
No se trata de un simple rumor de pasillo ni de una teoría conspirativa inventada. Las palabras de Nicolás Petro, quien estuvo directamente involucrado en la coordinación de la campaña presidencial en el Caribe, señalan con dedo acusador hacia una realidad incómoda y desagradable. Revelan que los principios éticos y las promesas de transparencia y cambio, que en su momento ondearon como banderas de la campaña de Gustavo Petro, se han esfumado en el espeso humo de la corrupción.
Lo que en campaña vendían falsamente como el momento de esperanza y anhelo de renovación, se ha convertido en una paradoja amarga y decepcionante para muchos colombianos que se deslumbraron con discursos y retóricas engañosas. Aquellos que se postularon como guardianes de la moral y la decencia han caído en las mismas redes de corrupción que condenaron con vehemencia.
La pregunta que resuena en los labios de todos los colombianos es: ¿Qué sigue ahora? Las sombras de la sospecha se ciernen sobre la presidencia, y la confianza ciudadana ha sido socavada. Si el actual presidente verdaderamente ama a Colombia y posee el coraje que exige su cargo, la única vía honorable es asumir responsabilidad y renunciar. Se espera que actúe con la misma integridad que exigía en el pasado, como lo expresó en un tuit en 2020: «El Consejo de Estado afirmó en una sentencia que un solo voto a través de fraude anula la elección». Las palabras de Gustavo Petro adquieren un tono irónico en este momento crítico.
El testimonio de Nicolás Petro no solo cuestiona la legitimidad del gobierno, sino que también ilumina una trama más amplia de presunta corrupción. Los fondos irregulares no solo habrían beneficiado la campaña, sino que las conexiones oscuras se extienden hasta altos funcionarios del Estado. El tráfico de influencias, esa enfermedad crónica de la política colombiana, parece haber encontrado un nuevo refugio en el núcleo del poder actual.
En última instancia, este escándalo no solo encarna una crisis política, sino que es un llamado a la conciencia colectiva. Es un recordatorio de que la vigilancia ciudadana y la exigencia de transparencia son fundamentales para preservar la integridad de nuestra democracia. Las palabras pueden resonar con fuerza, pero son las acciones las que verdaderamente definen a un líder.
Presidente, hoy los colombianos le decimos: sea coherente, es el momento de renunciar por el bien del país.