
La juventud enfrenta una de las crisis más profundas de las últimas décadas: desempleo, acceso limitado a educación de calidad, inseguridad, problemas de salud mental y falta de oportunidades. Sin embargo, las políticas públicas del gobierno actual parecen más una colección de promesas rimbombantes que verdaderas soluciones estructurales.
El desempleo juvenil sigue en niveles alarmantes. A pesar de los programas de formación y emprendimiento anunciados, la realidad es que muchos jóvenes siguen sin acceso a empleos estables o bien remunerados. La informalidad se ha convertido en su única alternativa, mientras el gobierno insiste en discursos optimistas que poco o nada se reflejan en la vida cotidiana.
En educación, la cobertura ha mejorado, sí, pero la calidad sigue siendo una deuda impaga. Universidades públicas con presupuestos insuficientes, falta de cupos y carreras que no responden a las demandas del mercado laboral condenan a miles de jóvenes a graduarse sin oportunidades reales. Estudiar ya no es sinónimo de progreso, sino un boleto a la frustración.
La inseguridad también golpea fuerte a esta generación. El aumento de bandas criminales que reclutan jóvenes sin alternativas, el crecimiento del microtráfico y la violencia en las calles han convertido a muchos en víctimas, y a otros, en victimarios. No hay una estrategia clara para frenar esta espiral, solo discursos vacíos que no atacan el problema de raíz.
Y si hablamos de salud mental, la situación es aún más preocupante. Los casos de depresión, ansiedad y suicidio juvenil van en aumento, pero el acceso a servicios psicológicos sigue siendo limitado. Promesas de apoyo existen, pero la ejecución real brilla por su ausencia.
El gobierno debe dejar de ver a la juventud como un simple nicho electoral y empezar a generar políticas efectivas con inversión real, acompañamiento y seguimiento. Sin eso, la crisis seguirá profundizándose y el futuro del país se desmoronará ante nuestros ojos.




